Mi espíritu vagó
durante el tiempo y el espacio, la vida del druida y la del joven filósofo se
encadenaban entre ellas compartiendo sus vivencias, el corazón roto de uno y la
alegría del otro, se entremezclaban en la energía viajante.
Me dirigía a un nuevo
nacimiento, una nueva experiencia, una nueva lección a aprender.
Había sido hija de
una familia adinerada, buscaba lo que todas las mujeres de mi alrededor, en
aquella época querían; un esposo rico, una casa grande y todos los lujos
posibles, honraría a mi marido con un hijo, un heredero; sin importar cuantas
veces tuviera que parir. Ese era mi pensamiento a los catorce años.
Corría el año 1906, cuando me preparaba para ser la esposa perfecta. Sabía que en cuanto cumpliera los 16 años me desposaría con el hijo del banco nacional de Londres, un hombre importante, un hombre rico; un hombre que me daría aquello que pidiera, lo que creía que necesitaba.
Casada con mi
marido aprendí muchas cosas, la primera de ella fue que el sexo no era como lo
esperaba, sinceramente me sentía decepcionada, no sentía absolutamente nada, y
no me gustaba practicarlo. No quería a mi marido y sentía repelús cuando veía
que él se acercaba en la noche y apretaba su erección contra mi espalda.
Yo quería besos, romanticismo, quería caricias, juegos, quería aquello que una
de mis amigas me había explicado, siempre había sido repelente y siempre había
querido lo que tenían los demás, y en este caso no sería menos.
Justo entonces
llegó él. Conocí al hombre más maravilloso, el más encantador. Yo ya tenía dos
hijos, varones con mi marido y evité a toda costa acostarme con él de nuevo
había cumplido mi cometido como esposa, pero nadie me dijo que sentiría la
pasión y el amor con aquel soldado irlandés. Él era mi hombre, me escapaba para
quedar con él por las tardes, tardes llenas de encanto, de amor, de pasión.
Todo en mi vida tomo un nuevo rumbo, me había enamorado; no me importaba que él
no pudiese comprarme joyas caras, que no me pudiera mantener; que fuese frío o
que tuviésemos que escondernos de las miradas ajenas, él era mi único amor;
viví un año con él, solo un año pude disfrutar de su pasión y amor.
En el año 1914
estalló la guerra, fue ahí cuando se me partió el corazón; con 24 años y dos
hijos en casa, veía como mi verdadero amor, partía hacía la guerra; mientras yo
me quedaba allí con un esposo al que no amaba y unos hijos que en el fondo no
quería, recordaba todo aquello que había deseado cuando era más joven, ahora mi
vida terminaba, así de rápido. Mi verdadero amor partía hacia una posible
muerte y yo en e
l puerto lo despedía con lágrimas en los ojos.
l puerto lo despedía con lágrimas en los ojos.
- Mi
único amor- murmuré antes de dar la espalda al barco y dirigirme de nuevo a
casa.
Iba todos los días
a las listas de fallecidos que colocaban en las iglesias de la ciudad. La
guerra estaba siendo cruel y descorazonadora para madres, padres, esposas e
hijos. Todos ellos terminaban perdiendo a alguien. Me acercaba a las listas y
las miraba, había dejado de comer, de sonreír, me había olvidado completamente
de todo lo que le rodeaba; no había aprendido a vivir sin él, sin mi soldado,
no sabía volver atrás donde la hipocresía y el dinero gobernaba mi vida.
Mis hijos
intentaban llamar mi atención pero con una simple mirada vacía, les daba unas
palmaditas en la cabeza y me iba a otra habitación, cerrando la puerta tras de
mí. Mi marido me exigía que pasara más tiempo con él que me mostrara alegre y
vivaracha, pero yo iba a las fiestas y no sentía ganas de hablar con nadie, ni
de bromear. Había dejado de dormir con mi esposo, no lo tocaba y no me dejaba
tocar por él. Y todo eso había empezado a preocupar a los familiares y amigos,
nadie sabía dónde estaba mi corazón, pero sabían que había caído en una
depresión.
No era un mal
hombre, tampoco un mal marido, pero yo no lo quería. Él me llevó a todos los
médicos que le recomendaron, a todas las charlas que podía asistir, estaba
preocupado por mí, su mujer, pero yo no mejoraba, ni tampoco me esforzaba en
mejorar mi cabeza no quería vivir sin mi irlandés y mi corazón tampoco quería
latir sin él. No valoraba el esfuerzo que mi esposo hacía por mí, en el fondo
sabía que él tampoco estaba enamorado de mi. A veces tenía ganas de gritarle
para que me abandonara y me dejara sola con mi sufrimiento, pero estaba segura
de que era demasiado caballero para abandonarme en las calles.
Sentía que algo se
había roto en mi interior con la marcha de mi amado, me sentía vacía y perdida;
parecía como si esa unión tan celestial, aquel amor, fuese a morir. La guerra nos
había separado y no paraba de sentir en mi interior que no volvería a verlo
nunca más, que aquella última vez en el puerto, cuando ambos nos habíamos
mirado a los ojos y nos habíamos dicho “te amo”, había sido la última vez en
que esos ojos verdes me habían mirado al corazón, mi joven irlandés, mi amor,
mi vida. Lloraba siempre que estaba a solas y buscaba ese tiempo con ansias, encerrándome
en las habitaciones vacías y chillando a cualquiera que se atreviera a entrar
donde yo me escondía. Salía de casa y desaparecía, buscaba su nombre en las
listas y después caminaba hasta el puerto, para sentarme y esperar a ver si
algo veía en el horizonte.
Todo termino el
día en que su nombre apareció. Allí estaba; lo único que ponía en la lista era
su nombre, su edad y su nacionalidad. ¿Porque no explicaban nada más de él? lo
amoroso que era, lo romántico, lo alegre y lo pacifico, él odiaba la guerra.
Ellos lo habían enviado a morir; cerré los ojos rasgué el papel colgado en la
iglesia y empecé a gritar y a llorar, fue ese el momento en que enloquecí.
Deje de ser yo
misma, para siempre. Mi marido me encerró en un centro sanitario a las afueras
de la ciudad. Se olvidó de mí, se casó con otra mujer más joven que cuido de
mis hijos y estuvo dispuesta a tener más con él.
Mientras la guerra
continuaba yo me sentaba en una oscura habitación, atestada de más mujeres. Me
apretaba contra la pared, abrazada a una almohada, llorando y repitiendo el
nombre de mi amado, una y otra vez. En la oscuridad veía su rostro, sonriéndome
con el pelo alborotado, lo veía sonriéndome al otro lado de la cama, sentía sus
caricias, sus besos, el calor de su cuerpo. No quería comer, no podía dormir;
la locura me arrastro aquella extraña dimensión donde solo existía yo y el
recuerdo de mi amado. Un buen día con los gritos de mis compañeras atormentándome
los oídos, até una sabana a una de las rejas de la habitación y me la enrosqué
al cuello, me ayudé de una de mis compañeras para poder saltar y abandonar ese
mundo, para reunirme con la única persona con la que había podido ser yo. Sumida
en un tremendo dolor, abandoné el mundo, un mundo al que ya no quería
pertenecer más.
Cuando
el alma salió del cuerpo, la locura de la mujer quedó atrapada junto con los
dos hombres, muchos pensamientos, muchas desgracias y banalidades. Las vidas se
encadenaron la una a la otra preparándose para continuar viajando y poder aprender una nueva lección.
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